“Tanto la amaba que cuando estaba con ella, apagaba su celular”
(Héctor).
He visto los niños jugar a los teléfonos con cajas de fósforo vacías y un hilo uniéndoles en un diálogo ininteligible.
He visto chicas escuchando una caracola que trae los profundos sonidos del mar, ensoñando con el resplandeciente verano y el perfume definido de la playa.
Veo cientos de hombres y mujeres con walkman, aislados, viajando en buses fétidos rumbo al trabajo, o de regreso.
Superando a todos aquellos aparatos, el moderno celular nos invade. Definitivamente la tecnología arremete junto a las empresas que desean someternos a sus intereses, que no son escasos.
Por donde camino me encuentro con esa boba expresión de “no estoy aquí” sino en el invisible diálogo, como un rezo mántrico. Una obsesión, un quedarse alelado en plena calle, aunque esté diluviando, aferrados al celu como a una tabla de salvación.
Extraño y turbador. Ignorar atardeceres, sonrisas de niños, olores, sabores o meditaciones imprescindibles esperando el sonido sin tregua que reclama “atiéndeme, te estoy llamando”.
Escucho secretos, gritados en micros malolientes; oigo confesiones espeluznantes; me entero de las más inverosímiles tragedias, yo que siempre he procurado no meterme en la vida de nadie, soy testigo forzada a saberlo todo de un prójimo que se bajará en la próxima parada.
Considero casi una impudicia hacernos pasar por semejantes dilemas.
Prometo que yo no incurriré en esa falta de delicadeza. Prometo que jamás hablaré a voz en cuello, con o sin celu. Es más, prometo jamás comprar uno (ahora si alguien me lo regala, yo no me opongo, ya se me pasó lo tonta/lesa).
viernes, noviembre 12, 2004
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