(Para Jess).
La precariedad humana suscita un sentimiento de compasión y reciprocidad que es difícil definir. La incertidumbre de cada mañana nos acompaña. No sabes si será la última vez que traspases la puerta de tu hogar; el último beso de despedida a los hijos; la última mano alzada al subir al bus. Como el salmista lo dice bellamente: “sepa yo cuán efímero soy”.
La incertidumbre perturba a aquel que no examina las señales de los tiempos. Hay visos de claridad en la frontera de la esperanza; hay un día feliz que se acerca; hay una espera que acaba; hay un canto de gloria al final del camino. La liberación de los huesos, la carne y la sangre; la conclusión del simulacro, el destape de todos los hedores, la batalla en su fase concluyente, la derrota de los miedos.
Ninguna garantía hay para que en cualquier momento no recibas la herida sutil, la palabra vulgar o la noticia insolente; no hay garantía frente a los cambios y al continuo circular de la tierra; en el brote de los árboles están las alergias y en la ignorancia de la historia está tu desasosiego. Nada hay que no esté ya dicho. Todo está ahí, en el resplandor de las palabras ignoradas, en el continuo transitar de las nubes y tu mano que envejece como papel al sol en este día de ruptura.
Nunca es lo mismo.
Siempre es lo mismo.
Mañana, cuando no puedas tocar la música inmortal ni puedas estar en pie frente a la muchedumbre que canta y se mimetiza con tu voz, sabrás que la precariedad, inherente a todos nosotros, es esencial para la felicidad.
miércoles, diciembre 01, 2004
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