Encantadora ella.
Me regalaba cada Navidad alguna minucia sacada de la feria artesanal, del mercado persa o del baúl de sus recuerdos, como si fuese el regalo más costoso.
Mis amigas se burlaban de las demostraciones de agradecimiento con que recibía aquel presente, pero ¡qué quieres!, la anciana lo hacía con la mejor de las intenciones.
Nunca me expliqué ese afecto. Por ese tiempo yo era distraída, ensimismada y bastante tímida. Casi lindante en el autismo. Siempre con un libro entre los ojos y pocas sonrisas, no estimulaba a nadie para que buscara mi amistad. Y sin embargo ella aparecía cada año con un regalito y un saludo cariñoso.
Con el tiempo llegué a odiar esa devoción que me comprometía a actos que no deseaba hacer. Y que no hice. Pero la conciencia me recriminaba la incapacidad de retribuir en alguna medida ese lazo indeseado.
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