martes, noviembre 30, 2004

Comercio navideño.

Camino por el centro de Santiago y me desconcierta un poco que la Navidad se nos deje caer tan pronto. Pareciera que recién estábamos tiritando de frío y ahora casi asados.

Como cada año escucho la misma cantinela. Que el comercio se aprovecha de lucrar con la cristiandad, con la fe de los creyentes y más aún, con la inocencia de los pequeños.
Lucrar.
Ganar dinero.
Hacerse “la América”.
Sacarle partido a la ocasión, etc.
La pregunta del millón: ¿Quién NO lucra con el trabajo?
¿Acaso tú trabajas por amor al arte?
Piden dinero las iglesias.
Lo hace la Teletón, y las empresas que la auspician.
Lucran las radios seculares. También las evangélicas.
Todos quieren una tajada de la gran torta de moneda circulante.

No tengo nada contra el precio justo, la pesa justa y el comercio honesto. No sé que manía de algunos educadores y sentimentaloides que desean siempre aguarle la fiesta a todo el mundo. ¿Acaso los profes no ganan su remuneración todos los meses? Y vaya cómo lo ganan. Conozco a más de uno asiduo a “tirar licencia” por cuánta historia se le ocurra, al punto que durante el año escolar apenas trabaja unos meses. Y después esos mismos critican la comercialización de las fiestas. Eso me deja sorprendida, por no decir "¡qué carita!"

Reconozco que el comercio exagera.
“Le ponen harto talento”.
Importan cualquier cachivache inútil.

Conozco un amigo que lucha como “gato de espaldas” para sobrevivir todo el año, entre patentes, impuestos de esto y lo otro, formularios de índole diversa, oficinas fiscales cada vez más leguleyas; proveedores que encarecen los productos, colocan nuevas reglas, sesma incluido, competencia desleal, venta de “cuneta” y otras lindezas que no vale la pena enumerar. La mejor fecha para él son las fechas clave: día de la madre, día del niño y Navidad, si es que logra superar la competencia de las grandes tiendas con todo su poderío.

Si la Navidad se ha trasformado en una fiesta casi lindante en el paganismo no es culpa del comercio. Es nuestra.
Mía.
Esa locura temporal que se desata llegando el primero de diciembre es tan inexplicable como la locura de las empanadas para las Fiestas Patrias o comer pescado para Semana Santa, limones incluidos a precios disparatados.
Definitivamente somos un pueblo inmaduro, intentando demostrar que podemos o tenemos más, al igual que a los cinco años presumíamos del poder de papá o la linda mamá que nos venía a buscar a la salida del kinder.

Hay una competencia feroz en quién le regala al niño la mejor bici, a la niña la auténtica Barbie de última, que vale un ojo de la cara y que después de las fiestas estará a menos de la mitad del precio.
¿Y Jesús?Lo más bien, gracias. Vivo, santo y olvidado hasta en los papeles de regalo; reemplazado por un anciano que cada vez se nota más decadente.
¿Y la fe?
Ahí, sobreviviendo a los avatares de la incredulidad.
O enredada en la maraña de las compras excesivas, de las solicitudes de préstamo y los deseos imposibles.

¿Culpa del mercado?
¿No será por la demanda?

Por supuesto, nosotros somos sensatos, nada de exhibicionistas y moderados en eso del tan mentado consumismo. ¡Ja!



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Gracias.

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