Roma, señora del mundo, ni se imaginaba que en ese momento estaba siendo invadida. En ese preciso momento se iniciaba el proceso de su decadencia y ruina total.
Era Gabriel que recorría la tierra. Juntaba evidencia. Distribuía mensajes de acuerdo a la exacta bitácora pre establecida.
Va a casa de una joven.
María.
¿Sospecharía la sencilla muchacha de Nazareth que alguna vez sería una estatua de sobre el cerro San Cristóbal, en lo más alto de Santiago de Chile? Réplica de otras tantas estatuas distribuidas estratégicamente como centros idolátricos. Obviamente no. Y sin embargo los hombres desnaturalizaron el principio.
Lástima.
No por ella, por supuesto. Ella fue, en sus propias palabras “bienaventurada”. Nosotros hemos perdido en pactos de siglos. Acuerdos secretos, infamias en nombre de la fe. Muertes, torturas, siempre lo mismo. Deterioro paulatino de la verdad hasta borrar de nuestras mentes la imprescindible Palabra de Cristo. Reemplazadas por profetas falsos, por religiosos oscurantistas, miedo a la luz. Se desvirtuó hasta el significado del género femenino/masculino.
Gabriel la tranquilizó cuando apareció así, de improviso. Todos los días no se ven ángeles dando vueltas por ahí. “María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo…”
Eso es.
Contra toda persecución, contra toda decadencia, contra nosotros mismo y nuestra incredulidad, el Nombre de Jesús se eleva sobre las edades y altera la corrupción, como un símbolo del reino establecido; como una esperanza.
“…sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero;”
martes, noviembre 16, 2004
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