viernes, septiembre 03, 2004

Dolores, nombre de mujer.

Entre las grandes ficciones del mundo evangélico está la de “la mujer sometida a su marido”. Aunque éste sea un flojo, desatinado, machista, borracho, manipulador y un tiro al aire. A tal punto que algunas mujeres, con cara de lamentación, le llaman “mi cruz”, mientras “mi cruz” se ríe haciendo gestos de ángel, que no le sientan a la edad que tiene y dan vergüenza ajena.

Es ahí cuando pido a Dios una explicación de porqué me hizo mujer. O tal vez el momento embarazoso es un escarmiento por mis muchas irreverencias, o una prueba para pulir mi capacidad de resistencia.

No necesitamos viajar a algún país musulmán para observar la violencia a la que es enfrentada una mujer cada día. Aquí, cerca de mi hogar vive Dolores, amiga muy querida. “Es que la mujer tiene que sacrificarse por el bien del hogar; yo me sacrificaré, pues”, me dice con cara de cordero llevado al matadero (perdonen los corderos, inocentes ellos).
Conozco no sólo éste sino muchos (quizá demasiados) casos donde una mujer, sabiendo las reglas del juego, cae en el encandilamiento que produce la seducción de un buen macho, obnubilándole totalmente la razón. No hay caso. Si una se atreve a decirle tímidamente “pero él no es cristiano”, la respuesta bordea lo espeluznante. “Mi amor es capaz de cambiarlo” y otras parecidas que me da vergüenza reproducir.

Estadísticamente, penas he conocido una pareja donde el amor hizo ese trabajo. El resto es una constante de lágrimas, peleas, violencia, separación y ley de “aguante usted se lo buscó”, emitida, adivinen por quién. La mamá, por supuesto.

Ahí está el ilógico acontecer de mi amiga Dolores (ella debería cambiar de nombre y bautizarse de nuevo ¿no creen?, es una profecía ir por la vida con esa carga adicional, aparte de la “cruz” de su marido), con dos niños y una niña, sometida a una violencia verbal impune ya que sucede detrás de la puerta del dormitorio, sometida económicamente -la mujer evangélica es una “buena” dueña de casa, no necesita trabajar- y para rematar el baile, no puede ir al templo.
Él quiere hacer una fiesta o llevarla a bailar; ella sólo quiere tener un momento de oración.
Él desea ver un buen partido, el domingo a las ocho de la noche por supuesto, en compañía de sus amigos; ella desea ir a la reunión del día del Señor.
Él cree en las mentiras blancas, el cuento largo y la astucia. Ella no tolera las mentiras.
Él quiere que sus hijos se eduquen en un colegio laico. Ella prefiere uno de línea cristiana.
En fin, desencuentros.
Podríamos enumerar cientos de situaciones diarias de violencia doméstica; podríamos hacer una apología de esa célebre frase “no os unáis en yugo desigual”; podríamos orar y dar todas las recetas del mundo. Sin embargo, no tengo una fórmula personal que valga.
Me he dado cuenta que cada uno deberá cometer sus propios errores y llorar sus propias lágrimas para llegar al pensamiento de Cristo. A unos le costará más; otros tal vez asciendan por un grado de obediencia natural y serán los más felices. Pero Dolores necesitará mucho tiempo para recomponer su vida, para reeducar a sus hijos, quienes probablemente reediten la violencia paterna en los suyos.

Considerando, lo único claro es remitirse a la Palabra, esa receta no falla. Hay toda una instrucción respecto del tema “antes” de llegar a la toma de decisiones.
Y la voz de Dios supera cualquier consejo.




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Gracias.

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