La Iliada, ese poema épico, orgullo de la humanidad y con razón, cuenta la historia de Héctor, hijo mayor del rey troyano. Héctor muere peleando por su pueblo, fuera de las murallas de la ciudad, como un intercesor entre éstos y Aquiles que lo persigue con furia hasta darle muerte (vea Canto XXII).
Todos moriremos.
¿De qué manera?
Esa es la cuestión.
Rainer María Rilke, poeta austriaco, lo dice armoniosamente:
"La muerte es grande, /y le pertenecemos; /cuando nos creemos en el corazón de la vida, /osa de pronto llorar en nosotros".
Dylan Thomas sostiene algo diferente (aunque en el fondo lo mismo):
"Y la muerte no tendrá señorío. /Aunque las gaviotas no griten más en su oído ni las olas estallen ruidosas en las costas; /aunque no broten flores donde antes brotaron ni levanten ya más la cabeza al golpe de la lluvia;/aunque estén locos y muertos como clavos,/ las cabezas de los cadáveres martillarán margaritas; /estallarán al sol hasta que el sol estalle, /y la muerte no tendrá señorío."
Diga lo que se diga, "está establecido que los hombres mueran una vez". Sin embargo no es lo mismo morir aterrado frente al fuego del infierno y la incertidumbre de la eternidad, a morir en paz, beatíficamente rodeado de tus hijos, susurrando maravillado que ángeles descienden a buscarte. O como Héctor, gloriosamente en la historia cantada por todas las edades, independiente de lo mitológico que sea.
Cómo vives y cómo mueres hace la diferencia entre la nobleza y la vulgaridad; entre lo inmortal y lo perecedero.
Un obsequio para Héctor, el que vive para amar. Al igual que aquel héroe mítico, da su vida intercediendo por otros. ¡Gracias a Dios por conocerle!
viernes, junio 11, 2004
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