Septiembre, mes de volantines, chicha, música chilena (en ese mes el alma nacional produce estragos), cuecas en los colegios y carnes al por mayor.
Aquel año fue especial para nuestra hambre infantil. Un olor a tierra recién llovida, un tibio sol y un penetrante olor a comida. Todos corrimos, digo todos los del barrio cercano a la plazoleta donde aplaudían los vecinos con entusiasmo, avivando a alguien. Supimos que era un Candidato. De niña a una todos le suenan igual (de mayor, también). El hombre encaramado sobre una tarima preparada para el evento, rojo en el frenesí de sus propias palabras, repetía una y otra vez algo que nunca logré comprender; quizás era por mis cortos años o la flojera de mi neurona favorita, la cosa es que el olor a empanadas calientitas nos tenía a todos locos.
Mientras los mayores escuchaban arrobados, los chicos hacíamos la fila con repetición en el mesón de las comidas. Y las bebidas. ¡Nunca volví a tomar chicha más dulce que esa! Mi madre, ni idea del alboroto; sorprendida me vio llegar con un bulto de empanadas, para alegría de todos, que no las comíamos en años. Ese fue mi inicio en la política. Corría la chica, el buen mosto y abundante manye, “que no se note pobreza” se decía en esos años.
¡Cómo desfilaban las máquinas de coser! En ninguna fábrica vi tantas juntas. Las suertudas fueron las que firmaron por el partido y comprometieron su voto. Chica como era, no me pareció adecuado, pero todo se disfrazaba con la fiesta, los aplausos y la alegría de septiembre.
Cuando crecí los registros electorales estaban en suspendidos y a pesar de la insistencia de mis compañeros, nunca milité en un partido político. Tal vez me indigestaron las empanadas. ¿Quién sabe?
lunes, julio 05, 2004
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