La distancia entre el pasado remoto y el presente finito parece cada vez más profunda, pero más intrascendente. El lejano pueblo tendido en el Sur, donde mis amigas de infancia procrean y viven anodinas o dichosas existencias está cada vez más borrado de mi memoria. Traspasado por otros sentimientos, nuevos y urgentes. Esta urgencia –por ejemplo- de descubrir la poesía de lejanas tierras (China, Japón, Irak, India), o escuchar otra vez las golondrinas que vuelven al jardín, por supuesto nunca las mismas. Esta urgencia de la Presencia, de un Rhema de Dios, un toque del ángel que juega y a veces roza mi omóplato con delicadeza; de la sonrisa de niños con miles de preguntas, el canto del zorzal en la ventana, una mano que alzada dice adiós. Todo vuelve a latir como antes; todo se renueva.
Como el profeta lo desea, yo también: “Vuélvenos, oh Dios, a ti, y nos volveremos; renueva nuestros días como al principio.”
Hay una certeza: los que “… esperan a Dios tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas…”, yo adhiero a esa esperanza y me quedo tranquila. Tal vez la soledad que imponen estos apuntes (inexpertos todavía) descubra lo que hemos buscado permanente y obstinadamente. Tal vez es necesario transitar un tiempo ese camino.
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