“Las rosas de papel no son de verdad
y queman
lo mismo que una frente pensativa
o el tacto de una lámina de hielo”. (Biedma)
Aquella Navidad fue memorable. Los muchachos presentaron el nacimiento de Jesús en vivo en la pequeña Capilla, con el bebé de Anita, que justo había nacido el 23 de diciembre. Pastores con sus pellizas y corderos al hombro, reyes con ricos presentes y las canciones, ¡ah! Qué bellas son las canciones de esa fiesta.
Fue en esa ocasión cuando aprendí a hacer rosas. De verdad, las flores no son mi pasión. Me gustan, lo confieso, como cualquier elemento decorativo, un chiche, una figura de porcelana de esas que te regalan para el cumpleaños “para salir del paso” y que una junta en un armario igual que las tarjetas hechas por los niños. Sin saber se amontona una serie de adminículos que no sirven en absoluto, pero no te atreves a botar por esa cosa sentimental que la mayoría arrastramos genealógicamente.
Así fue como en aquella Navidad aprendí a confeccionar rosas. Anita andaba con una caja llena de toda clase de papeles con los colores del arco-iris y otros que ella había inventado. Con santa paciencia iba doblando uno a uno los papeles, combinando la belleza como si sus manos pequeñas y gráciles fuesen perfectos instrumentos, extensión de su mente creadora. Una rosa roja por aquí, envejecida por tinturas especiales, un tallo, hojas en completa simetría. Torpemente intenté imitarla, confieso que no tengo dedos para ese piano. Mis flores parecían adefesios salidos de algún rincón en decadencia. Luego alargó su mano con el más hermoso ramo de rosas que haya visto y me dijo, “son para ti”. Más que las flores, todavía conservo la amistad (que sí es de verdad) como el mejor regalo y en mi mesita de noche, la belleza.
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