jueves, julio 01, 2004

Otra vez el mar.

Desde que conocí el mar tuve la interrogante de por qué se llamaría Océano Pacífico, cuando era tan tremendo y no le hacía ningún honor a su nombre. Si tú corrías hacia adentro te amenazaba con unas enormes olas. Si te subías a la punta de una roca corrías el riesgo de caerte, con la consecuencia de cototos varios o un buen chichón en la cabeza. O derechamente irte directo a tocar la puerta del cielo. En especial en las más altas rocas de El Quisco, donde es gélido y amenazante y más de alguno ha pasado un buen susto.
Curioseando en la historia uno puede saber casi todo. Porque la verdad auténtica de todo el pasado, sólo Dios la conoce con exactitud. Así es que nos conformaremos con esos destellos, las leyendas y un poco de imaginación.
Después de navegar el temible y proceloso (esta palabrita la aprendí cuando niña en uno de esos himnos antediluvianos al igual que la palabra “piélago”) mar llamado hoy Estrecho de Magallanes, los pobres marinos de aquellas cuatro naves creían que no vivirían para contarlo.
Cuando don Hernando vio esa inmensidad de agua azul, limpia y de un acerado cielo sin nubes, lloró.. ¿Qué otra cosa puede hacer uno cuando ve el mar? Pacífico, dijo, será llamado Océano Pacífico. Aguas mansas y llenas de misterio. Después de los largos y angustiosos días el mar les abría sus brazos de paz. "La galleta que comíamos, no era ya pan, sino un polvo mezclado con gusanos, que habían devorado toda la substancia y que tenía un hedor insoportable por estar empapado en orina de rata -cuenta Pigafetta (el cronista que llevaban para anotar todo). El agua que nos veíamos obligados a beber era igualmente pútrida y hedionda. Para no morir de hambre llegamos al terrible trance de comer pedazos del cuero con que se había recubierto el palo mayor para impedir que la madera rozase las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol, a los vientos, estaba tan duro que había que remojarle en el mar durante cuatro o cinco días para ablandarse un poco, y en seguida lo cocíamos y lo comíamos. Nuestra mayor desdicha era vernos atacados por una enfermedad por la cual las encías se hinchaban hasta el punto de sobrepasar los dientes, tanto de la mandíbula superior como de la inferior, y los atacados de ella no podían tomar ningún alimento. Murieron diecinueve...”
Como ellos, sueño con las olas que juegan eternamente, esperando siempre. Tal vez uno de estos días me arranque de esta ciudad contaminada y hunda los pies en sus aguas, y dé gracias al Dios del cielo por esta playa, la misma de generación en generación. Allá nos vemos.

No hay comentarios.:

Gracias.

Todavía no nos reponemos de una y viene otra, como una ola de imágenes que nos arrastran a la angustia y la consternación. Se nos mueve el p...