jueves, agosto 05, 2004

El hogar.

Un día de abril, cuando la primera lluvia, grácil y suave había descendido sin ruido ni impertinencia, bajamos del bus, después del largo viaje desde el centro de Santiago. En el lugar no había ruido de autos ni aire contaminado. Sólo una enorme extensión de tierra llena de pasto, creciendo desordenadamente y que, en ese momento, me pareció excesiva para dos personas.

Respiramos a pleno pulmón, con el deleite de los que han experimentado el olor a las fábricas, a las campanas de cocinas de restoranes y el cargante perfume de las galletas al paso. Pájaros, enormes bandadas de queltehues planeaban gritando algo como una canción primitiva –canción que he oído por varios inviernos-, y el sol tímidamente entibiaba la mañana sobre las gotas de los árboles verde-desvaído del otoño incipiente, que se balanceaban al unisono con música de pájaros.

La reja chirrió. Había olor a humedad dentro de la casa y un haz de luz recortó nuestras sombras al ingresar por primera vez en el hogar.

Es este el lugar donde escribo. Donde sueño. Donde estoy en paz.
Una biblioteca, libros por todas partes, revistas, árboles floridos o desnudos en el patio, una radio con la música del cielo y de fondo el concierto de los queltehues que avisan la lluvia o las golondrinas que vuelven, fieles a la promesa de las miguitas esparcidas entre los árboles.
Sobre los cerros cercanos crecen los almendros de flores simétricas y donde habitan las arañas pollito sin temores.

No es el Paraíso, pero tal vez lo sea. Cuando los lobos se desatan por la noche profunda y amenazan con sus gritos y sus armas, el ángel cierra la puerta mientras pasa la tormenta.

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Gracias.

Todavía no nos reponemos de una y viene otra, como una ola de imágenes que nos arrastran a la angustia y la consternación. Se nos mueve el p...