martes, octubre 05, 2004

Ninguna muerte es igual a otra.

¿Dónde estabas cuando te dijeron que Lizet había muerto?

Entré a mi hogar, los lirios amarillos al lado de la puerta brillaban bajo el sol de la incipiente primavera. Había un perfume de flores y libertad.

Y como un golpe artero, la noticia.
Digo artero porque no esperaba que fuera así. Repentino. Inesperado.

Pienso en todos los ojos de los muertos que he observado, en la calma de las manos, el arreglo pudoroso, la compostura de los rostros, maquillados para una última representación. Y recuerdo un verso de Pavese que aprendí de niña:

“Tus ojos /serán una palabra inútil, /un grito callado, un silencio.
La muerte tiene una mirada para todos.”

Me quedo con el aparato telefónico en la mano como si de él manara toda la tristeza que se puede soportar. Va haciéndose un hueco, apresurada; desequilibra las rodillas, entontece la respuesta, el vértigo demuele.
Luego vendrán las lágrimas, las preguntas, las miles de interrogantes.
Porque en cada muerte subyace la finitud propia; cada rostro quieto nos refleja como un espejo. Tal vez por esa razón nos perturba mirarlos.

Junto a las preguntas intentaremos las respuestas. Unas de fe, otras de rebelión. Como sea el desasosiego será sólo un momento. Luego iremos a trabajar, nos sentaremos a escribir y comeremos algún bocadillo liviano.

Tal vez hasta cantemos alguna canción de esperanza, como los pájaros errantes a los que se refiere Pedro Prado, que en la noche, mientras viajan a países más cálidos, entonan una canción para no extraviarse.
Para permanecer unidos frente a la tormenta o la oscuridad.


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Gracias.

Todavía no nos reponemos de una y viene otra, como una ola de imágenes que nos arrastran a la angustia y la consternación. Se nos mueve el p...