"Entonces la mujer de Lot
miró atrás,
a espaldas de él,
y se volvió estatua de sal".
La bella ciudad en la llanura; la ciudad que resplandece entre el mar y el desierto, joya del comercio, la seducción y las artes. La ciudad de la tolerancia, la audacia y el placer.
Los ángeles guardianes han abandonado esa ciudad, asustados del destino que presienten. El terror y la desesperación ocupan las calles; las noticias son nefastas. Unos apuntan a los extranjeros, con ellos vino la desgracia; pero los extranjeros se han ido al amanecer, corriendo presurosos hacia las colinas. Un Dios airado respira su fuego apenas contenido; el estruendo estalla como un infierno de uranio, plutonio, hidrógeno, protones, neutrones, todo a una. Ningún espíritu, dios, ángel o demonio, ha podido detener aquel certero golpe y los hombres aúllan su desgracia en el relámpago de la ignición.
El fuego que da vida, mata.
La mujer corre ya casi sin aliento. Paso a paso aminora la carrera; la montaña es demasiado empinada para sus piernas que flaquean y para la angustia que la oprime. Grita sin poder impedir que su rostro se dé vuelta a mirar la bienamada, pero su voz se pierde entre la explosión y el temblor que petrifica sus miembros.
Los historiadores y arqueólogos relatan que en la orilla de un cerro, en la llanura de Zoar, hasta hoy se erige una columna con forma de mujer, que mira aterrada lo ocurrido por los siglos de los siglos.
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