A veces el dolor cedía levemente, como si la fiera se apaciguara por un momento para embestir de nuevo con renovadas fuerzas.
Sólo pudo determinar en el instante final, cuando la hoguera empezó a quemar sus pies, el por qué de ese acto sádico y perverso, indigno de la fe que profesó. Odio. Era odio puro, aderezado con el discurso de “la defensa de la fe”.
Todos acudieron al día memorable. Si hubiese cámaras de tv., habrían hecho un “primer plano” al rictus de dolor o a sus ojos sorprendidos. El cautivo caminaba a su fuego, sin muestra de cansancio o temor. Su mirada apenada se posaba sobre los pequeños, que apenas comprendían el acto de barbarie. Los sacerdotes dijeron, vuelve a la fe, retráctate, el fuego y el azufre te esperan. Él ni siquiera los miró.
Le vieron arder y un escalofrío les recorrió la espalda hasta la médula. El dolor y el placer; la alegría y el terror. Tal vez mañana sería ese su propio destino. ¿Quién podía estar seguro? La maldad, como una bestia indomable, se había instalado como reina de corazones y poco a poco los iba quemando.
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