martes, mayo 11, 2004

Chile bizarro e ignorado.

Sobre un caballo vigoroso y llamativo, el Clorero recorre la comarca mirando todo desde la perspectiva de su único ojo. El otro lo perdió en una juerga de fin de semana. Aquel día nefasto galopaba la llanura cuando la vara de un árbol imprudente se lo voló de un golpe seco y afilado, como un escalpelo. Tenía apenas 20 años, y sus ojos perfectamente azules.
-¡Tuerto!-, le gritó una mujer despechada, como ofensa mordaz. Y con ese epíteto a cuestas ha vivido, sin que alguien sepa su nombre.
Vende cloro casa por casa en un triciclo medio desarticulado y los fines de semana se compensa de sus penas: va al rodeo. Engalana su caballo –Cogote de Loza-, se acicala con esmero frente al espejo, calza sus espuelas, su manta de colores, el sombrero alón y la fusta finamente trenzada. Nadie sospecharía que este hábil jinete de un solo ojo, es el mismo que cada semana vocea el cloro frente a cada puerta.

Nos invitó al gran día. Su gran día. El rodeo colorido y bullicioso; los novillos hermosos, de primera, los jinetes ataviados con sus mejores ropas. La medialuna preparada, la caballada resoplando. Una organización impecable, los capataces eficientes, las tribunas abarrotadas de público y los niños gritando con banderas en sus manos. El sol cálido y resplandeciente; una pequeña brisa.
El “Clorero” ingresó junto a los corredores en correcto orden y se procedió a los discursos. Vicente Cruz (el director del club), agradeció a los colaboradores, socios, auspiciadores y a quienes aportaron ganado, para luego cederle la palabra al dueño de casa, Juan Infante, quien agradeció a los competidores que llegaron hasta esa medialuna, al público entusiasta y en forma muy especial a su compañero, Mario Mondaca (“el Clorero”), por la labor realizada en el manejo del ganado.
La bandera fue izada y se inició la fiesta con el Himno Nacional, coreado con fuerza por una muchedumbre ansiosa de ver un buen espectáculo.
La fiesta fue todo un éxito, aún cuando Mario Mondaca no recibió ningún premio. Otra vez será. Lo importante no es el premio; allí no es el tuerto. Ni el vendedor de cloro. Allí tiene un apellido.
La vida cotidiana y anodina, se justifica en este acto. Veo a un hombre sobre su caballo, un hombre completo, compitiendo con los mejores (independiente si particularmente considero el rodeo un evento violento y arriesgado). Mañana cuando compre una botella de cloro, saludaré su esfuerzo, su entereza y lo llamaré por su nombre: Don Mario.


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Gracias.

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