sábado, mayo 08, 2004

La Casa.

De lejos se oía la música y el bullicio de los trashumantes. Unos vendían panecillos, otros bebían algo para paliar el calor, los menos se apostaban en una esquina de la casa amenizando la espera con algún juego de manos, en fin, todo allí era una fiesta.
Sobre una tarima un lector anunciaba los avisos de la semana, los premios para el próximo campeonato de ping-pong y la cena de “koinonía” en casa de los vecinos.
Cerca de la puerta otro pedía alguna moneda, con un pequeño gazofilacio en la mano. “Macheteaba”, como se dice en buen chileno. Dos muchachas cuchicheaban mirando de reojo al recién llegado, esbozando una sonrisa coquetona.
Observó por un rato sin que nadie le molestara. Poco a poco se iba exasperando, y como era pacífico, a sus amigos les sorprendió su alteración.
Ya, jefe, calma, le dijeron, presintiendo la batahola.
¡Pero si esta es mi casa!, les respondió enojado.
De pronto sacó un látigo, y las emprendió con los vendedores que tenían toda clase de estampitas y souvenir. Gavillas bendecidas, tierra de Jerusalén en unas bolsitas bien monas, cruces varias (de palque, plástico y cobre); hasta calendarios con las fiestas sagradas.

“Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones. Pero ustedes la han convertido en 'cueva de ladrones'. -les gritó Jesús, iracundo.”

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Gracias.

Todavía no nos reponemos de una y viene otra, como una ola de imágenes que nos arrastran a la angustia y la consternación. Se nos mueve el p...