miércoles, mayo 26, 2004

Locura temporal.

El hombre camina con el pequeño de la mano. La niña al otro lado. Va y viene de su casa al colegio; de su casa al trabajo; de su trabajo al colegio. Con lluvia, con sol, con el frío que enrojece la nariz; reglamentado por los horarios de sus hijos. Sus cuatro hijos.

La madre, en un arranque de pasión o locura temporal, se fue del hogar.
Con otro.
El otro es el hermano del hombre. Doble falta. Perdió a la esposa y al hermano.

Corazón traidor.

El niño mayor baja la mirada. “Siente vergüenza”, me dice el padre.
“La niña quiere irse lejos”, agrega, cansadamente.

Corazón infiel.

En la infidelidad todos pierden.
Perdemos.
La felicidad del otro, la armonía del mundo que nos rodea, el orden que nos sostiene. Todo se vuelve precario, incomprensible, efímero.

El más pequeño juega en el patio de la escuela, ajeno a la tragedia de sus padres. El juicio, la cuchilla tentadora, las palabras contenidas, la rabia que amarga y desalienta.
“Legalmente son míos”, dice, refiriéndose a los hijos. “Nuestra vida jamás será la misma”, y su mirada abarca el mañana roto y deformado.

¿Qué puede uno decir para atenuar la perturbadora tristeza de esos ojos?

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Gracias.

Todavía no nos reponemos de una y viene otra, como una ola de imágenes que nos arrastran a la angustia y la consternación. Se nos mueve el p...