Tenía la insana costumbre de almorzar mirando la teleserie. Terminado el noticiero de las 14, preparaba la mesa y servía el almuerzo.
Todos (su marido, el hijo mayor y la niña) tenían asumido el momento, aún cuando Roberto odiaba comer viendo las tragedias de otros. Pero no decía nada en bien de la paz.
En esos días que el Canal trasmitía partidos de tenis o fútbol, en Semana Santa o fiestas de guardar, Daniela sufría lo indecible. Casi no probaba bocado. El plato de comida frío iba a dar entero a las fauces del doberman regalón.
-No tiene sabor, decía.
Los fines de semana eran un martirio. Languidecía como alma en pena por la casa. Como si la vida de los otros fuera su vida; como si su propia vida no tuviera sentido; como si las penas o las alegrías de los protagonistas fuesen suyas. Nadie comprende el alma femenina; sólo la teleserie es su intérprete.
En la vida, dicen, cada problema tiene una solución y la modernidad alcanza para todos. Un día Roberto –hombre quieto y amable-, llegó en una camioneta de DIN. Dos muchachos descargaron un macizo televisor nuevo, con control remoto y un video-grabador con su respectiva cinta virgen. El hijo, experto en todos estos adminículos, se encargó de grabar cuanto capítulo de teleserie se daba. La cuestión era que no faltara en ninguna ocasión. Daniela reía como una niña con juguete nuevo.
Pero, querido lector y paciente lectora, la vida se encarga de enseñarnos que la felicidad nunca es para siempre y que el ser humano jamás se sacia. Un día te duele la cabeza, tomas una aspirina; luego una ya no hace efecto, tomas dos, hasta que, sin saber cómo te has convertido en adicto a cualquier porquería, con todo lo que significa. Nadie planifica su adicción.
Pronto Daniela se aficionó a repetir los capítulos. A veces en la cena. O cuando estaba aburrida. O en las mañanas cuando cocinaba. Otras a altas horas de la noche, cuando el sueño se iba, sabe Dios para dónde. Remedio, un capítulo. Los gritos (sabes lo gritonas que son las seriales argentinas), las disputas, las intrigas, se oían en todo el vecindario. Ya los vecinos estaban advertidos de su afición. Por eso, el día que gritó pidiendo auxilio, nadie se imaginó que el esposo, en un ataque de locura, y hastiado de tanta fantasía, estaba apretándole el cuello hasta que dejó de respirar.
miércoles, mayo 19, 2004
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