Todo provinciano que llega a la Capital (especialmente el que usa esa puerta de entrada llamada Estación Central), viene con un prejuicio intrínseco: Todo santiaguino es mentiroso, soberbio, engreído, materialista, ladrón y lo quiere engañar.
Es que las grandes ciudades están vivas, cambian y sorprenden. Pareciera que van a tragarte. En tu pueblo pequeño eres Don. Aquí eres Nadie.
Recorro Santiago y descubro la falacia de esos prejuicios. Algún oscuro temor y un poco de envidia encubierta los generó en nuestros abuelos. Porque esta ciudad tiene un encanto arrollador.
Y una violencia que estremece.
Contaminación del aire.
Y bullicio.
Una configuración digna de un cuento de Kafka. Nombres de calles que se repiten en todas las comunas; vericuetos sinuosos; triángulos y accesos, que si vas en auto puedes entrar pero no sabes dónde vas a salir. En invierno es irrespirable. Un aire picante te hace trizas la garganta y los pulmones. Ahí todos despotricamos contra Valdivia que no tuvo “visión de futuro” y fundó la ciudad en un hoyo.
Historiemos brevemente, para no cometer ninguna injusticia con aquellos ambiciosos y esforzados españoles, mal que mal nos legaron una capital. No será Nueva York, París o Buenos Aires, pero es nuestro Santiago.
Don Pedro llegó a las orillas del Mapocho en el mes de diciembre de 1540, después de cruzar el enorme y terrible desierto, batallar con los indígenas, perder bastantes pertrechos y a punto del desaliento. Al pie del cerro Huelén el lugar era paradisíaco. Aguas limpias, vegetación abundante, clima templado, tierras de sembradío, gente natural de condición sana y robusta, aparentemente pacíficos (después vieron que no lo eran tanto). No estaba situada ni tan al norte como Coquimbo (muy cerca de Pizarro), ni tan al sur como Concepción, que lo desvincularía del Perú.
Todos estaban agotados después de once meses de caminata.
Y aquí se quedaron.
Tiraron líneas en la Plaza de Armas y midieron hacia el sur, norte, este, oeste en manzanas simétricas.
Examinaron el lugar prolijamente, siguiendo la ordenanza del emperador Carlos V, quien había detallado con minuciosidad cómo y dónde deberían fundarse en el Nuevo Continente. Nada fue al azar como pareciera serlo ahora. Como si la ciudad estuviera creciendo sin control.
Seguimos mañana....
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