Era la última persecución. La más cruel e indigna. En un golpe final, el emperador anuncia cuatro edictos: derribar las iglesias, quemar los libros sagrados, privar de los derechos civiles de todo al que adhiera a “esa” religión, cárcel y muerte si se ponían muy porfiados.
La historia es circular y como dice el antiguo rey “lo que ya ha acontecido volverá a acontecer; lo que ya se ha hecho se volverá a hacer” (Salomón). Tal vez no se use las armas. Una sonrisa sarcástica basta. Un adjetivo descalificativo. Una ofensa sutil, casi inocente.
Todo comenzó en la antigua Jerusalén, con Pedro y Juan, en medio del enorme alboroto que produjo la sanidad milagrosa de un hombre. Presos, determinó la ley. Amonestaciones varias. “Juzgad (dice Pedro) si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos (non possumus) dejar de decir lo que hemos visto y oído. Ellos entonces les amenazaron y les soltaron, no hallando ningún modo de castigarles, por causa del pueblo; porque todos glorificaban a Dios por lo que se había hecho, ya que el hombre en quien se había hecho este milagro de sanidad, tenía más de cuarenta años.”
Casi 250 años perseguidos. Luego la paz, otra vez acosados, de nuevo la paz. Ha sido la historia de la iglesia y el grito por todas las edades: “porque no podemos…” No podemos imitar, no podemos pactar, no podemos callar. Nos tildan de fomes, timoratos, demasiado respetuosos, y a nuestro alrededor se desata un ambiente de guerra fría o caliente; con implacable intolerancia (se dicen tolerantes) somos juzgados si no estamos de acuerdo con sus argumentaciones o propuestas desmedidas. A veces ni se nos da el derecho a la réplica.
Como mi abuela, como mi madre, estoy aquí, de pie para decir (perdonen todos aquellos que no concuerden conmigo) que no puedo dejar de hablar de Jesucristo. El es mi Señor. A otro no daré la gloria (¡Y que Dios me ayude!)
martes, junio 29, 2004
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