El criaba arañas pollito. Todas las tardes se metía en la cueva donde las guardaba para que nadie lo supiera. Ellas caminaban sobre su cuerpo y él les conversaba sus sueños. Un día viajaría al Oriente, tal vez por todo el mundo. Ellas se entristecían cuando hablaba así, y le mordisqueaban la punta de los dedos, traviesas, presintiendo la separación. Cuando alguien llegaba a visitarlos, ellas corrían hacia la parte más oscura y él atendía a las visitas como si nada.
Un día sucedió lo inevitable. La más pequeña cruzó la entrada y llegó hasta el comedor, justo a la hora del té. Fue el último que recuerda. Todos corrieron en una nerviosa retirada, desapareciendo como si el gesto de un prestidigitador los hubiese tocado.
Ahora viaja por Japón, Estados Unidos, Francia; el mundo es pequeño para la utopía que lo anima. En su casa, cercada por un alto muro, pasean tranquilas cientos de arañas pollito, esperando que regrese.
(Para Pablo)
viernes, junio 25, 2004
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