En mi vida he conocido algunos hombres santos. Una que otra mujer también.
Tal vez tú no has conocido a ninguno; esa privación te ha hecho un poco escéptico u obstinadamente agnóstico.
Santos, no de esos para canonizarlos.
No, definitivamente.
Pagan impuestos como cualquier mortal, comen, tienen gripe, a veces se molestan con las noticias contingentes, en ocasiones son tajantes en sus principios (pueden defenderlos a ultranza pero al mismo tiempo pueden entender al otro y conservar la paz); algunos son buenos para la “talla”, en fin.
Humanos.
Su amor hace la diferencia.
Su amor por el prójimo es casi un insulto a tanta soberbia desparramada por el mundo.
Su ninguna vanidad.
Su sentido de lo importante y lo superfluo.
Serviciales hasta la tontera.
Desconocidos como la piedra escondida entre la Roca, que ignoramos cuánto de valioso tiene interioramente.
No salen en la tele, ni por casualidad.
Ni en LUN (¡Dios los libre!)
Ni siquiera han sido invitados a un Te Deum. Tampoco eso les quita el sueño.
Sólo quieren hacer suyas las palabras de Jesucristo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.”
Y de verdad lo están logrando.
Sólo ellos hacen que este mundo no se pudra totalmente.
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