domingo, junio 13, 2004

Momento perfecto.

Antes que el frío de nieve envuelva nuestra comunidad (vivo en un valle rodeado por la Cordillera de Los Andes), el sol y la brisa nos alegran y nos preparan para esos aciagos y negros días de encierro, cuando las estufas quedan rendidas de tanto trabajo y la nariz ni huele de congelada.

Regresaba del trabajo, caminando sin preocupaciones. De pronto el horizonte al atardecer se torna de fuego (sólo que sin Elías) y los cerros se oscurecen de un gris metálico con la sombra de las nubes aleteando sobre ellos.
Sobre la colina cercana se alza un niño. De su mano nace el volantín como la extensión de sus sueños, girando libre en el viento con su danza multicolor, haciendo signos irrepetibles y ligeros. Libre y preso al hilo de su dueño.
Más allá aparece otro. Y otro. Y otro.
El concierto de colores refresca la mirada y alegra el espíritu. Ni Nureyev danzó más graciosamente, mientras la brisa del Este impone su ritmo y perfección.
Me quedo absorta, sumergida en el magnífico espectáculo hasta que el horizonte de fuego va desapareciendo y las madres llaman a los niños a la cena. Poco a poco el hilo invisible hace descender los pájaros multicolores y la noche oculta las formas.
Sigo mi camino de regreso a casa, fatigada por el esplendor de la belleza.




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Gracias.

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